La cara ambiental de la pospandemia

Según investigaciones, se estima que en el 2020 ingresaron al océano unos 1.560 millones de barbijos desechados, alrededor de 5 mil toneladas métricas de contaminación adicional, que se repetirían al año siguiente.

Mes del Ambiente13/06/2023 Joel Zumoffen *
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La cara ambiental de la pospandemia

Mascarillas, cubrebocas, barbijos. Sin importar el idioma del rincón del mundo en el que nos encontráramos, incorporaríamos estas palabras al diccionario de la vida diaria. Velozmente se convertirían en términos coloquiales, televisivos, protagonistas, artesanos de una distopía hecha de caras incompletas, escondidas detrás de un elemento que, bruscamente, adquiriría propiedades casi tan vitales como las del agua para la sobrevivencia.

Trastocar lo cotidiano sería la esencia del vivir en pandemia. Desde un inmenso nubarrón se vertían las comillas de una “nueva normalidad”, supeditada al auspicio de vacunas imperiosas y, lógicamente, a la dependencia humana de un trozo de tela plástica que nos tapase la boca.

Pasaron tres años de esas primeras escenas. Hoy somos testigos de las consecuencias psicosociales de aquella extraña realidad, pero haber salido de la emergencia sanitaria no significó la salida de la emergencia ambiental. Así como un final es otro principio, la culminación de la pandemia de coronavirus fue también el comienzo de una nueva problemática resumida en esta interrogación: ¿Cuál fue el destino de esas mascarillas descartadas masivamente?

Según investigaciones de las ONG Opération Mer Propre y Oceans Asia, se estima que en el 2020 ingresaron al océano unos 1.560 millones de barbijos desechados, alrededor de 5 mil toneladas métricas de contaminación adicional, que se repetirían al año siguiente. Este elemento, compuesto por varias resinas plásticas, puede tardar hasta 600 años en degradarse. La lentitud de este proceso, en términos ambientales, lo vuelve un artículo “no degradable”. Su propio mecanismo de descomposición es perjudicial para la salud de los ecosistemas, pues supone una lerda degradación en forma de partículas pequeñas llamadas microplásticos y nanoplásticos, que liberan sustancias dañinas y aditivos utilizados en la fabricación. 

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Para trazar una línea de comparación, un barbijo en el ambiente marino ejerce una función similar a la de un agrotóxico en la tierra. Sus pequeños fragmentos emprenden un viaje por el agua hasta depositarse en el fitoplancton marino, ese primer eslabón de la cadena alimentaria capaz de producir más de la mitad del oxígeno que respiramos, y uno de los principales responsables de la absorción de gases de la atmósfera, desempeñando un papel crucial en el ciclo global del carbono. Esto significa que, al desechar los cubrebocas por miles o millones cada día, no solo acabamos con animales asfixiados, enredados en sus elásticos o intoxicados por los químicos que se transportan a lo largo de la cadena trófica −la cual nos incluye−, sino que incrementamos los niveles de CO2 atmosférico al impedir su captura a través del fitoplancton, intensificando el problema del cambio climático y el calentamiento global. 

Hablamos de desequilibrios en cascada que impactan negativamente en la vida marina, terrestre y que ascienden a la atmósfera, adhiriendo un segundo interrogante a las controversias ambientales de la pospandemia: ¿Qué podemos hacer para arreglarlo? 

Para responder a esta pregunta es necesario desenrollar el mapa prometido de las nuevas tecnologías, los Acuerdos Internacionales y los avances de la ciencia, pero escogerlo sin transitar la avenida de la responsabilidad ciudadana, convertiría a estos destinos en meros carteles al costado de la carretera. No podremos solucionar los problemas del ambiente sin modificar positivamente el comportamiento social. Desde hace tres años trabajamos este artículo plástico a escala masiva y, si bien ya es visible como contaminante, recién en 30 años podremos dimensionar con certeza el impacto que hemos generado al intensificar la producción sin anticipar que su consumo y descarte desmedidos originarían graves secuelas. Por eso hoy, cursando el 2023 y con “islas” de basura formándose el centro de los giros oceánicos, somos espectadores del plástico que ingresó al agua durante los años ‘80 y ‘90 (Law et al., 2010, Science), pues este tipo de desechos tiene una latencia de décadas en llegar al sistema acuático producto de las corrientes oceánicas.

Intuimos, de esta manera, que una de las claves para resolverlo es tratar la basura de forma racional, y no sólo aquella que amenaza con la propagación de agentes patógenos que impiden su reciclaje, sino toda la generada. Para este caso, se aconseja descartar los barbijos cortando sus tiras, ayudando a evitar la posibilidad de convertirse en trampas para la fauna, y seguir los protocolos locales de separación de residuos de forma tal que no sean arrastrados por los vientos y las lluvias. Sabemos, de todas maneras, que bajo estas precauciones no enmendaremos el problema principal.

Hemos tomado como ejemplo las mascarillas, porque hablar de este elemento es hablar de todos los plásticos de un solo uso y porque se vuelve imperativo exponer que, ante escenarios de urgencia, la industria continúa ofreciendo soluciones ambientalmente irresponsables como respuesta predeterminada. Cuando fue necesario incrementar la producción de barbijos mundialmente, no existió la forma de satisfacer la demanda con alternativas ecológicas, ni hubo empresas fabricantes que contaran con la tecnología, los recursos y la logística para reemplazar la producción tradicional por una opción sustentable. No hubo gobiernos, ni Organismos Internacionales que recomendaran producir con materiales biodegradables, bioplásticos o tejidos naturales. No hubo entidad sanitaria que alertara sobre el daño al ambiente, como si afectarlo no actuase en detrimento de la salud humana. Reutilizamos barbijos, pero descartamos muchos más. Vencimos la pandemia, pero aumentamos la epidemia de la contaminación plástica.

A comienzos del 2022 el mundo se unía contra el plástico tras el Acuerdo de Nairobi. Es inevitable pensar si con eso alcanza, si los propios países firmantes se encuentran en condiciones de cumplir esas nuevas políticas; si la cooperación internacional, la voluntad y la adaptabilidad a los cambios vienen anexados a una firma de forma automática, o si por los intereses económicos creados se aceptará mansamente la transición. Un año después de esta cuarta Asamblea, no pareciera iniciada aquella gran transformación, sin embargo, encontramos en el camino la siguiente verdad: no dependemos de la anuencia política para cambiar nuestra conducta cívica.
Ojalá, algún día, tampoco necesitemos atravesar otra pandemia, ni enfrentar sus efectos en la naturaleza, para replantearnos la responsabilidad y la ética con las que elegimos ejercer la ciudadanía.

(*) Lic. Joel Zumoffen - Graduado en Gestión Ambiental (Universidad Blas Pascal) y Líder de Environment, Health & Safety en Cirion Technologies (South Cluster & Ecuador). Consultor y Auditor Internacional ISO.

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